(*) Por Roberto Colmenarejo
Parafraseando al gran cantor popular Horacio Guarany, no tengo miedo de afirmar que “si el vino viene, viene la vida”. Esta enunciación, que puede parecer simple fanatismo de enófilo, ha sido refrendada por la comunidad médica internacional luego de más de 30 años de estudios epidemiológicos en todo el mundo.
¿Qué es el vino?
Para mí, la mejor y más precisa definición del vino es la que dio el científico francés Louis Pasteur, quien dijo que es “la más sana e higiénica de las bebidas”.
Sin lugar a dudas, estamos hablando del fermento alcohólico más natural y saludable que el hombre consume. La concepción del vino como un producto genuino se respeta a rajatabla en la legislación argentina -y en la de muchos otros países-, no permitiendo agregados extraños en la elaboración del mismo.
Así es que -contrariamente a lo que mucha gente cree- al vino jamás se le agrega azúcar, alcohol, agua, colorantes, aromatizantes ni saborizantes. Todas las características organolépticas provienen de las uvas utilizadas (y/o de los procesos de vinificación aplicados a estas). Esta afirmación es absolutamente válida y cierta para todas las gamas de vinos, desde el tetrabrik más económico hasta la botella de lujo.
El vino y la salud
Esta naturalidad del vino lo convierte sin dudas es un gran complemento nutricional. Si a eso además le sumamos que en nuestra cultura el vino es un compañero histórico de las comidas, creo que no faltan razones para gozar con medida del noble elixir de Baco.
Según la Organización Mundial de la Salud, “el consumo moderado de vino en personas adultas y sanas no acarrea trastornos para la salud; e incluso se le reconocen efectos benéficos principalmente a nivel cardiovascular”.
Esta definición requiere dos aclaraciones. La primera es la noción de “moderación”, que -según recomendaciones del mismo organismo internacional- implica un consumo diario no superior a 350 cm3 de vino en los hombres y 250 cm3 en las mujeres (debido a su diferente metabolismo y a su menor capacidad hepática para procesar el alcohol). Obviamente esta ingesta no es acumulativa y conviene siempre dejar unas 24 a 48 horas semanales de abstinencia etílica.
El segundo concepto es el de los beneficios asociados al consumo mesurado. Diversos estudios han demostrado que el vino tinto disminuye sensiblemente el riesgo de padecer arteriosclerosis y otros problemas cardíacos, colaborando en la reducción del colesterol malo y la presión arterial. Además, se ha establecido el poder estimulante y digestivo de la bebida -como acompañante de las comidas-, colaborando también en la absorción de nutrientes. Siguen en estudio -aún sin informes concluyentes- sus propiedades antioxidantes celulares, protectoras de la visión y anti-degenerativas a nivel psiquiátrico (demencia senil, Alzheimer, etc.).
Sabiendo todo lo anterior, bebamos y disfrutemos responsablemente de esta maravillosa bebida que, en palabras del enólogo español Jesús Flores, es “la intersección de dos poderosas fuerzas: el milagro de la naturaleza y la suprema facultad creadora y transformadora del hombre”.
¡A vuestra salud!
(*)Sommelier y docente – [email protected]
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