Onofre Arcos, creador de los espumosos de Chandon Argentina

Como los cocineros con los platos, los enólogos también definen el gusto y las tendencias de los bebedores. Si un vino resulta exitoso, y vende millones de botellas durante un par de décadas, su impronta resulta ineludible. Ese es el caso de Onofre Arcos, un circunspecto profesional de muy bajo perfil, que desde 1975 elabora las burbujas de Chandon Argentina.

En estos casi 45 años, Onofre Arcos vio el ascenso a la gloria de un vino que era poco consumido en nuestro país por aquellos años. Y Arcos fue, por el lugar que ocupa hasta ahora, protagonista en la transformación del consumidor argentino. Conoce como pocos de burbujas y, puestos a repasar la historia de los espumosos locales, este enólogo resulta una pieza clave.

Enólogo de vocación

Onofre Arcos nació en 1952 y en 1964 entró al Liceo Agrícola para recibirse de enólogo. Seis años más tarde, cruzaba la pruerta de la Facultad de Don Bosco, única licenciatura en enología de Sudamérica por aquellos años. Dueño de una temprana y tan clara vocación, dedicó su vida a la elaboración de vinos. En esos años pudo conocer al que se considera fundador de la enología argentina: el padre Francisco Oreglia, quien dirigía la facultad.

Entonces la enología no era lo que es hoy: “Hace 50 años la profesión no estaba representada por estrellas mediáticas, sino por silenciosos profesionales que pasaban horas en sus laboratorios. Era un trabajo tan silencioso y anónimo”, recuerda Arcos, en el “que ni siquiera eran consultados por los dueños de las bodegas a la hora de tomar decisiones”.

Estas piezas fundamentales para la obtención de los mejores vinos salidos de las viñas comienzan a hacerse notorios en la década de los ’80 del siglo pasado: “Se comienza a escuchar hablar de profesionales como don Raúl de la Mota, Ángel Mendoza o Vilma Gutiérrez, entre otros”. Esos nombres sentaron las bases para lo que vivimos hoy.

Primera efervescencia

En 1975, Onofre Arcos se incorpora a Chandon. Eran tiempos de duro trabajo. La bodega ni siquiera tenía una línea telefónica y llegar a Agrelo, donde está ubicada hasta el día de hoy, era un viaje, con la profundidad y evocación que lleva la palabra viaje. Hacía poco que había llegado la energía eléctrica, hasta ese entonces todo funcionaba gracias a un equipo electrógeno propio. La falta de teléfono obligaba a que se trasladara una persona a Luján de Cuyo con anotaciones en un cuaderno de lo que debía transmitir a Buenos Aires y, lógicamente, tomaba los requerimientos para los funcionarios que estaban en la bodega. De todo eso se acuerda hoy Arcos, como si el correo electrónico no hubiera cambiado todo para siempre.

Sin embargo, Onofre Arcos recuerda otra cosa. De esta realidad de grandes esfuerzos sobresale especialmente un hombre que la enfrentaba: el barón Bertrand de Ladoucette, quien colaboró a traer a Chandon a la Argentina y la condujera desde 1960 hasta 1989, cuando vuelve a Francia gravemente enfermo prácticamente para morir. La memoria de Arcos le devuelve la imagen: “Era una persona extraordinariamente bien educada, elegante, muy serio, que tuvo una mirada temprana en dirección a la región de Tupungato pensando en la obtención de mejores producciones de vinos. Él nos hizo pensar en los vinos de altura”.

Desde Francia, con el correr de los años llegaron profesionales de la enología de la talla de Renaud Poirier, Paul Caraguel y más adelante Philipe Coulon. Todos dejaron su impronta en la vida y formación de Onofre Arcos. “Especialmente Philipe Coulon aportó mucho a mis conocimientos. Entonces no era tan comunes los intercambios de conocimiento como lo son hoy”, dice Arcos.

La precariedad de medios

Así era entonces. Y Onofre Arcos recuerda que su laboratorio era la misma cocina en que preparaba el almuerzo para los obreros y empleados. Él retiraba sus muestras, se cocinaba y luego volvía a instalar sus tubos y aparatos para continuar con su tarea. A veces, para ayudar a desocupar el lugar cuanto antes, él mismo trabaja en la cocina diaria.

La industria del vino de aquellos años consideraba a la viña y a la bodega mundos diferentes y sin conexión. Arcos fue testigo del cambio. Y hoy repasa en su conversación aquella realidad: “La mayoría de los viñedos tenían a las diferentes cepas mezcladas, sin importar el diferente trato que se le debía dar a cada una”.

Lo sorprendió en sus comienzos que las cepas con que se trabajaba entonces eran la Ugni Blanc, Chenin y Semillón. Se podía decir que el Semillón era la uva insignia. “Fui testigo de las primeras implantaciones de las cepas Chardonnay y Pinot Noir –rememora Arcos– teniendo la ardua tarea de convencer a los productores a hacer lo mismo”. Una tarea de toda una vida.

Nueva efervescencia

Con los ’90 cambió el viento y Arcos fue testigo del nuevo rumbo: al timón de la bodega llegó el ingeniero Jean Pierre Thibaud y con su arribo las burbujas comenzarían a ganar terreno. “Thibaud condujo el vuelco más positivo en la bodega. Se produjeron los cambios tecnológicos más sustanciales”, recuerda Arcos. Lo que cambiaba era un tiempo y una cultura: la compra de una nueva bomba dejaría de ser un trámite interminable y la bodega –como otras en el mismo período– invertiría en toda mejora tecnológica, casi de inmediato.

Las decisiones empresarias llevan tiempo. Pero en ese tiempo, Arcos también atestiguó otros saltos. Como cuando se enviaron ingenieros a Israel a estudiar el sistema de riego por goteo, que no solo aportó el beneficio de un manejo racional del agua, sino que permitió apostar a cultivos de altura que se materializaron en aquella primera finca en el Valle de Uco, llamada Caicayén, a 1200 metros sobre el nivel del mar. Los buenos resultados los animaron a seguir sumando fincas en altura y así Arcos vería cambiar la forma de hacer espumosos.

Hasta la llegada de las nuevas tecnologías el trabajo en vendimia era de 24 horas por 24 horas. La tecnología, en cambio, acortó mucho esta dedicación. Llegaron nuevas prensas para la uva, inertizadas, que siguiendo programa hacían el trabajo. Además, “fuimos pioneros en usar cajas de 20 kilogramos para cosechar ante la mirada incrédula de los viejos viñateros que seguían apilando sus uvas en las cajas de los camiones”, Arcos se enorgullece al recordar. Esa innovación simple y fundamental, cambiaría para siempre el modelo de elaboración de vinos de calidad.

Cantidad y calidad

La industria había entrado de lleno en la tendencia de cambiar cantidad por calidad, en la que se crecía trabajando con mayor precisión. Asegura Arcos que: “Chandon tuvo una apoyatura técnica constante y fundamental que siempre vino de Francia”. Será por esto que la bodega no se siente en deuda con los denominados flying winemakers como Michel Rolland, Paul Hobbs o Alberto Antonini, de moda en nuestro país desde los ’90. Recuerda que hubo bodegas de las que tomar ejemplo: “Sí valía la pena mirar lo que se hacía en Cavas de Weinert, donde Raúl de la Mota sostenía un modelo clásico de elaboración”.

Pintar o no pintar piletas

Aquella economía del dólar barato de los ’90 permitió incorporar los tanques de acero inoxidable a los procesos de vinificación. Sin embargo, con su larga experiencia en bodega, Onofre Arcos se ríe sobre “el cambiar por cambiar que manda hoy en la enología; la calidad pasa por otro lado, más que estar pintando y despintando piletas de epoxy”, ironiza.

¿Qué es lo que sigue?

Confía en los enólogos jóvenes: “Son ellos los que deben imaginar el futuro de los espumosos, que se irán reinventando a partir de los mismos vinos base”. Y mientras que las burbujas siguen trepando por la copa, las de la vida forman su corona de elegancia. Eso sí, siempre encontrará tiempo para ir a ver jugar al club de sus amores, el Antonio Tomba, un poco marcado por la tradición futbolera mendocina y otro poco por la del vino: en la bodega Tomba, cuyo nombre heredó el club, trabajó durante 30 años su padre, quien le inculcara el amor por el vino… y el Tomba, claro.

Fuente: http://www.vinomanos.com

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