Sin carnes: Cómo es Marti, el último restaurante de Germán Martitegui

Por Cintia Colangelo para LA NACION

No hay improvisación. El último proyecto de Germán Martitegui es una síntesis precisa de todo lo que le gusta a él, de su evolución y su manera de sentir la cocina (o la vida) hoy, donde pone en juego mucho más que la mitad de su apellido.

Una puerta blanca y un timbre –al estilo speakeasy, recurso ya usado en su antecesor, el legendario Tegui– conducen a un pasillo azul, una especie de backstage que lleva al salón-jardín de invierno ocupado íntegramente por una barra rectangular de madera de lenga y rodeado de plantas. En el centro, los fuegos, donde ocurre la magia. Quizás una reminiscencia de su paso por los sets de televisión, acá todo está a la vista y la cocina es un espacio teatral. Desde cualquier lugar se puede observar la acción de los cocineros y a los mozos moverse en ese cuadrilátero en una coreografía que parece ensayada. La cercanía favorece la experiencia sensorial. Se trata de curiosear, tentarse y oler esas planchas y ollas humeantes para descubrir colores y texturas no tan habituales, porque casi todo lo que sale de allí es de origen vegetal.

He aquí el gran giro conceptual: no se sirve ni un gramo de carne en esta barra, aunque sí derivados (huevo, queso y leche) y también opciones veganas. “No matamos animales”, fue la premisa de Martitegui cuando decidió abrir Marti, que pudo concretarse, pandemia mediante, recién a fines de 2021.

La carta apenas sugiere los platos y la estacionalidad manda. Primero, los panes, con distintas salsitas para untar: de nuez con cremoso de girasol, de mate con hongos, un glorioso brioche con manteca especiada, un chipa con fermento de mandioca y una galleta de semilllas.

Se aconseja pedir un pan, dos platitos y un postre por persona. “En Tegui eran dos o tres ingredientes los que se destacaban. Acá rompimos con eso y tenemos por ejemplo un curry que se hace con veinte ingredientes”, reflexiona José Chiarenza, jefe de cocina y responsable de muchas de las creaciones de Marti. Carnívoro como la mitad del equipo, reconoce que estos platos le resultan muy sabrosos y toma con entusiasmo el desafío de cocinar con vegetales, jugar y experimentar. “Ahora llegaron unas naranjas sanguíneas y estamos viendo cómo las incorporamos”, cuenta, ilusionado.

Los hongos son protagonistas. “Te permiten hacer muchas cosas. Los cocinás como un churrasco y son carnosos”, explica Chiarenza. Lo más curioso es que los cosechan en el mismo salón: crecen dentro del “hongario”, una cámara vidriada donde se conserva, a la humedad y temperatura ideal, una comunidad de shitakes, gírgolas, enokis y el melena de león (una figurita difícil), justo al lado de la cava de vinos curada por Martín Bruno, también a la vista. Se lucen cuando los sirven en versión shawarma (cocinado durante 6 horas) sobre una hoja de kale y espuma de salsa bearnesa. “Hacemos dos por día y alcanza para 50 personas”, explica Maitén Rojas, encargada de armar y marinar la especialidad y hacer el show de cortar las láminas frente a los comensales.

Para combinar y compartir a gusto, hay un ceviche de palta y manzana verde –una delicadeza de presentación, con hinojo, pepino, maíz grillado y flores, sobre una leche de tigre vegetariana–, berenjenas ahumadas con higos frescos y crema de almendras, capeletis de alcaucil y la bomba, un soufflé de quesos recién salido del horno. De postre, la bola de fraile con helado y la oblea de pistachos son deliciosos. Los fines de semana hay brunch, en plan más decontracté: waffles, yogur, tortilla de mandioca y queso, pastelería, jugos y el Spritz de uvas verdes (con un verjus de Matías Michelini), gran aliado de todo lo que acá se come.

Rodríguez Peña 1973, Buenos Aires. Mediodía y noche. Se puede reservar, pero también ir y esperar. Sábados y domingos, brunch. IG: marti_barra

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