¿Por qué no comemos perro o rata?

Por Alejandro Maglione (*)

La ocurrencia

Reconozco que me interesan mucho los textos que tratan el tema de la antropología de los alimentos, que estudian con paciencia y por largo tiempo el por qué de muchas de las costumbres alimentarias que para cada cultura son normales, habituales y cotidianas, mientras que para otra son totalmente inaceptables.

Esto nos lleva a una pregunta inversa a la que nos solemos hacer habitualmente, que sería preguntarnos en lugar de “¿cómo pueden comer esto?”, ¿por qué no comemos nosotros alimentos que son biológicamente comestibles?

Datos científicos

Leyendo sobre este tema, descubrí un cuadro sobre una investigación entre 383 culturas, y el resultado empieza siendo obvio para nosotros, hasta que nos acercamos al final. La información dice que 363 culturas consumen carne de pollo y sus huevos; 196 ganado vacuno y su leche; 180 comen cerdo; 159 pescado (un golpe para los que piensan que sin pescado no se puede hacer alta cocina); el cordero está presente en la mesa de 108 culturas; el pato en 67; el cebú -que en el estudio no lo acumulan con los vacunos- en 49, pero aclarando que el consumo es principalmente de la leche de este animal; las tortugas son alimento preferido de 46 culturas, incluidos sus huevos; perro es un manjar para 42 culturas; y la rata está presente en las preferencias de otras 42 culturas.

El estudio en cuestión no contempla el creciente consumo de insectos, que nos agregaría varios “por qué” más. Uno inmediato y conocido para los que visitamos Colombia frecuentemente es: ¿por qué los colombianos devoran alegremente las hormigas culonas, y no lo hacen sus vecinos ecuatorianos o venezolanos?

La mescolanza

Siendo que somos tributarios -entre otras- de la cocina francesa, nos diferenciamos de los colombianos que sirven en sus platos comidas totalmente diferentes entre sí, y disfrutan de la mezcla de sabores con gran placer. Los franceses, ya desde el siglo XVII tuvieron la genial idea de hacer distingos perfectamente claros entre lo salado y lo dulce, lo caliente y lo frío, y esto nos llega hasta nuestros días.

Hay culturas como buena parte de las que se encontraban en la América precolombina, o en China desde siempre, que hacen dietas que se pueden llamar inclusivas. Así una comida cotidiana debe ser rica en féculas, que hoy se manifiesta en una omnipresencia del arroz; y legumbres y carnes diversas. En nuestra América Latina, diariamente, millones de personas ponen en sus platos arroz, acompañados de porotos negros, que se denominarán frijoles, frejoles, feijao, dependiendo del país. Luego vienen las variantes de carnes que cada uno desee. Pero la regla de la inclusión se cumple regularmente.

En Japón, el arroz y la comida se denominan con la misma palabra: gohan. Los japoneses van un paso más allá en algunas cosas curiosas: tienen vajillas diferentes de acuerdo a que la comida se sirva en el verano o el invierno.

Costo-beneficio

Hay investigadores como Marvin Harris que dicen que todos los hábitos se explican a través de este principio. Dice que el consumo de cerdo fue prohibido en algunas civilizaciones porque se tornó costoso alimentarlo. Mientras los chanchitos retozaban por los bosques, comían bellotas y esas cosas, todos comían cerdo. Cuando la ecuación cambió, el consumo se limitó de diversas maneras.

Harris cree haber descubierto que la prohibición del consumo de vaca en la India se habría originado en que sus habitantes habrían descubierto que los bovinos prestaban mejor servicio si actuaban como fuerza motriz. Y explica naturalmente, que en Europa no se consumen insectos, porque en las civilizaciones de recolectores y cazadores, se consume aquello que insume menor cantidad de calorías a la hora de la búsqueda de alimentos. Obviamente, no ha sido ni es el caso de los recolectores que habitan el Amazonas. Los europeos tenían a la mano cerdos, cabras, corderos, aves de corral, e incluso animales salvajes de todo tipo. No sintieron la necesidad de comer insectos.

Lo inexplicado

También es interesante detenerse a pensar en hábitos culinarios que conservan los pueblos originarios, en los casos que vamos a ver son de América Latina, que no tienen explicación aparente, pero que la ciencia logró desentrañar que había sabiduría y no capricho en sus preparaciones. Los inmigrantes solemos cocer el maíz, o el choclo, hirviéndolo en agua a 100º C, y resulta que se descubrió que hay enzimas que no se liberan a esa temperatura sino a una más alta. Luego se vio que los paisanos, imitando a lo que hacían diferentes tribus autóctonas, ponían y ponen el choclo con su chala entre las brasas, donde se cuece a mayor temperatura que la de la ebullición del agua, y el resultado es que el producto entrega el 100% de sus nutrientes.

En México en muchas poblaciones se prepara la tortilla agregando el agua de la cocción del maíz, o cal o cenizas de corteza de roble. Si uno pregunta el por qué, le responden que es una cuestión de costumbre. Los científicos descubrieron que con este truco, el maíz entrega un ácido esencial que es la lisina.

Pero hay preguntas que la ciencia no ha podido responder: ¿Por qué los argentinos, los chilenos como los europeos, consumimos la palta como parte salada de nuestra comida, y los brasileros la comen como postre con azúcar y a veces añadiéndole oporto? ¿Por qué los japoneses insisten en comer al fugu, ese pez que si no es preparado adecuadamente, es tan venenoso que puede matar a quien lo ingiera?

Pro y contra de ser omnívoros

Comemos de todo, porque el ser humano ha sido omnívoro desde siempre, o al menos desde que se volvió cazador. Al menos en el libro del Génesis en Biblia, Dios le asegura al hombre “Mirad que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra y todo árbol que lleva fruto de semilla: eso os servirá de alimento”. (Capítulo 1, versículo 29). Comentario al margen: siempre me sorprendió que los veganos no usen en su favor tan tremendo argumento.

Pero el hombre y la mujer, entre sus picaronadas, desde temprano fueron omnívoros, lo cual le dio la ventaja de alimentarse de cualquier cosa que no le hiciera daño a su organismo. Una gran ventaja. Como contrapartida, esta libertad conlleva la coacción de la búsqueda de la variedad. Todo depende del cristal con que se mire.

Y esto nos lleva a la rata de nuestra nota: este animalito es uno de los pocos seres omnívoros que hay en nuestro planeta. Un animal lo suficientemente inteligente como para comer de todo, siempre que lo haya conocido o se lo hayan enseñado sus ancestros. De lo contrario, al alimento novedoso se aproxima con una prudencia llamativa. Lentamente, en porciones mínimas, que le eviten intoxicarse. La rata, como el hombre, se apoya en un fuerte aprendizaje social.

Ahí estaba la cosa

Es el aprendizaje social el que hace que consumamos determinados productos y no otros. Ver comer ratas como algo natural, o que se haga un perro a la parrilla, es tan lógico, como ver a los franceses comiendo ranas. Esto explica que cuando ingerimos un alimento que nos es desconocido, puede suceder que nuestro paladar resulte delicioso, pero que conociendo de qué se trataba, corramos a un baño a devolver como un acto imperativo e irracional de repugnancia.

El filósofo Lévi-Strauss tiene un pensamiento que me encanta: la comida no debe ser solo buena de comer sino también buena de pensar.

Redondeando

¿Por qué comemos tales y cuales cosas y no otras? Porque papá y mamá, nuestros parientes, nuestros vecinos, en nuestra región, comen determinadas cosas y expresan rechazo o repugnancia por otras. A veces los rechazos se superan racionalmente, lo que explica que haya probado las hormigas colombianas, pero no negocio con el tema de los perros y las ratas. Porque en esto, como en tantas otras cosas que tienen que ver con los seres humanos: cada loco con su tema. ¿No le parece? 

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
amaglione@lanacion.com.ar / @crisvalsfco

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