Fiesta gastronómica en Guayaquil

Por Alejandro Maglione (*)

Se fue la tercera

Ya sé que en nuestra samba se va la segunda nada más, pero los guayaquileños, o guayacas como los suelen llamar, largaron su tercer Guayaquil Gastronómico, que transcurrió con la alegría de siempre, y la eficiencia que le suelen imprimir Jaime Rull y Biviana Quinteros, que comandan toda esa batahola de chaquetas y de tocas, junto con un eficiente equipo de colaboradores.

Como siempre, me impresionó la forma en que respaldan y le ponen toda la presencia y entusiasmo necesario las diversas asociaciones de chefs que pueblan al Ecuador, ya sea a nivel nacional, como regional. Los chefs ecuatorianos son un ejemplo interesante de asociatividad. Puede ser, no me consta, que discutan mucho antes de ponerle el hombro a alguna actividad, amén de las que ellos mismos organizan, que no son pocas; pero una vez decidida la participación, aparecen todos bien planchaditos y haciendo de las suyas entre charlas y cacerolas.

Guayaquil curioso

El tema de participar en estas movidas puntuales es que, por lógica, se va con los días contados y la mayor parte del tiempo transcurre dentro del recinto donde se hace la exposición. Así que a Guayaquil le voy encontrando la vuelta un poco con cuentagotas, y siempre con la inapreciable asistencia del chef Gino Molinari, que tiene la virtud de hacerme sentir en casa apenas llego al aeropuerto de esa ciudad.

Esta vez conocí ciertas curiosidades que no son de las que una ciudad eminentemente tropical podría enorgullecerse. Por ejemplo, se ve a todo el mundo circular con pantalones largos. Esto no sería para decir ¡guau!, si no fuera que el promedio de temperatura de esta ciudad siempre se ubica por encima de los 30º C. Al preguntar, se me explicó que “no es bien visto que alguien circule por la calle de bermudas.”. Distinto es el caso de los policías de tránsito, que visten camisetas de mangas largas, para evitar que el sol les dañe los brazos.

A mí me dio como una impresión medio rara escuchar las razones. Algo así como un rasgo de pacatería reprochable. Pero no quedaba ahí la cosa. También observé que los hombres usaban zapatos con medias, lo cual, de solo verlos ya me daba calor. Y se me explicó que, por ejemplo, no se puede entrar a un banco calzando zapatillas. Pregunté qué sucedía si intentaba hacerlo, y me dijeron con la amabilidad habitual en estos funcionarios, la custodia del banco lo invita a uno a retirarse hasta que vuelva con el calzado apropiado.¡Me quería morir!

La contracara de la cotidianeidad que me hizo fruncir el seño es que los bancos abren hasta los días sábado, especialmente en los centros comerciales. Y me impresionó que entre los servicios que prestan está el de enviar un SMS al cliente cada vez que usa su tarjeta de crédito. Uno paga en el restaurante, siendo ecuatoriano, y a los pocos minutos recibe el mensaje que dice: “su tarjeta de crédito acaba de realizar un gasto de xxxx dólares.”. Imagínese la ventaja de tener a su mujer de adicional y estar enterado minuto a minuto de lo que está pasando con su tarjeta..

Entiéndame bien: no le cuento algunas de estas cosas con ánimo crítico, son curiosidades, notas de color, y no otra cosa.

Mire, y ya que estoy, le comento otra curiosidad que me gustó mucho. En algún restaurante encontré que junto con la carta repleta de platos internacionales, con platos requintados como el filet mignon, agregan una suerte de hoja donde se ofrecen los platos típicos de la región como humitas -iguales a las nuestras, pero algo menos de sazón-, hayacas; bolón verde con queso; ceviches varios y sopas variadas. Los guayacas adoran la sopa y la toman caliente como si tal cosa. A mí siempre me gusta el caldo de bola, un caldo de gallina donde se ve en el centro del plato una inmensa bola hecha con mandioca -yuca como la llaman por toda América Latina, menos nosotros los rioplatenses- rellena de carne tanto de vaca como de cerdo. Me preguntaba si algún día los restaurantes locales, especialmente los visitados por los turistas, harán lo mismo.

El menú local se completa con platos más intensos como el “seco de chivo o pollo”, “guatita criolla”, “arroz del Cholo” -donde el arroz trae todos los mariscos que hubiera por la vuelta-; “sudado de pescado”; y varias delicias más, entre las que suelo sucumbir cuando me ponen un plato de “locro de papa”. Hay dos omnipresencias culinarias: el plátano verde, “el verde”, como les gusta llamarlo, que forma parte de incontables preparaciones típicas. Y los cangrejos. Algo típico de Guayaquil, porque la ciudad fue construida sobre manglares y bañados, repletos de cangrejos, que se los ve pulular apenas uno entra a caminar por esos lugares que rodean la ciudad. Justamente, se debe tener cuidado al caminar, porque el riesgo de pisar un cangrejo es altísimo. Insisto, si se le da por ir a visitar los manglares. No vaya a ser que un distraído piense que cuando se va caminando por la vereda hay que ir esquivando cangrejos. Digo, por las dudas.

Volvamos a la feria

Este año se instaló toda la exposición en el Palacio de Cristal, que queda sobre la costa del río -recordemos que Guayaquil no tiene costa sobre el mar, sino que se desarrolla frente al río Guayas y su delta-, y este año tuvo una extensión en una enorme carpa que se armó en la plaza de la Integración. Realmente las charlas y clases se dieron con un marco imponente. A un costado, antes de entrar a la exposición propiamente dicha, queda el monumental edificio donde funciona el Club de la Unión, una suerte de club náutico donde se da cita lo más granado del patriciado local, que seguramente observó con alguna preocupación esta concentración de gente que iba y venía.

La nota de color, fue que en uno de los 3 días se realizó en la avenida que conducía a la plaza donde estaba montada la carpa, la marcha del orgullo gay local. Allí me di cuenta que hay muchos, muchísimos, que a estas disposiciones sociales en torno a los pantalones largos y las zapatillas, las dejaban bastante, o totalmente, de lado.

Pero el bullicio de romeros coloridos no impidió que dentro hicieran lo suyo los 140 expositores, que no solo representaban al Ecuador, sino que los hubo llegados de Perú, Bolivia, Senegal y España. Le ruego que no me pregunte como llegaron los de Senegal, porque a pesar de haber hecho varios intentos por desentrañar esa suerte de misterio, no pude averiguar demasiado.

España avanzó a Jesús Merino, un experto cortador de jamón pata negra, que dio una clase magistral sobre el arte de abordar apropiadamente a esta delicia. Curioso es que el jamón crudo no tiene una gran presencia en las preferencias locales. Se inclinan más bien al jamón cocido. Un breve debate con el chef Molinari, que defendía el amor de los ecuatorianos por el jamón crudo, se zanjó en uno de los principales supermercados, cuando constatamos que la inmensa mayoría de la oferta era de jamón cocido, y el poco jamón crudo que había, era importado de España, cortado en fetas y envasado al vacío. Siendo que Ecuador es un país donde el consumo de cerdo tiene mucha más difusión que en nuestro país, por ejemplo, no dejó de llamarme la atención esta ausencia.

Conclusión

Guayaquil volvió a ser una fiesta culinaria, con docenas de actividades donde se dieron cita profesionales de gran prestigio, como Kamila Seldler, la chef dinamarquesa del restaurante Gustu ubicado en la ciudad de La Paz, en Bolivia; estaba el entusiasta de la cocina ecuatoriana amazónica, Juan José Aniceto, que se paseaba con su cara pintada por la tribu con la que convive cuando se pierde en la selva investigando productos; el inefable André Obiol, ese enorme chef ecuatoriano, que vive con un pie en su país y el otro en la Francia natal de su padre, que dio su clase de cocina enseñando a una pequeña y sobresaltada multitud sobre como servir un plato sobre el cuerpo desnudo de una escultural modelo. Pero todo esto mejor se lo cuento en la próxima, si le parece. 

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
amaglione@lanacion.com.ar / @MaglioneSibaris

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