¿Existe el manjar universal?

Por Alejandro Maglione (*)

Tema peliagudo
Se siente un cosquilleo curioso cuando frente a una hoja en blanco, a mi mente casi senil se le ocurre desarrollar un tema como este. Pero es que el asunto merece un poco de análisis. ¿Es universal el concepto de manjar? Claro que no. Para los filipinos un perro es un manjar potencial que ladra e ingenuamente mueve la cola. Para los mejicanos perderse un buen alacrán sería un desperdicio. Las arañas gigantes del Amazonas me fueron propuestas alguna vez en un instituto gastronómico de Caracas (un chef especializado en la cocina de la selva, me mostraba la pasta blanca que salía del cuerpo de la araña como un manjar inolvidable).

Momento cultural
Cuando de raíces lingüísticas se trata, los especialistas estiran el asunto como si fuera masa de hojaldre bajo un palote manejado por Osvaldo Gross o Joaquín Grimaldi. Si se observan lenguas latinas o extravagantes como el catalán donde al comer le dicen menjar; si se mira hacia Francia se ve que los galos usan el manger y los italianos el mangiare. Todos estos llegan cerquita del manjar. Pero nos metemos en la Península Ibérica, vemos que portugueses y castellanos nos abrazamos al origen latino donde alimentarse se decía edere. Parece que apareció un comedido y dijo comedere, al añadirle un proverbio. Este edere es al que se le atribuye el eat inglés y el essen alemán. Vocablo va, vocablo viene y terminamos en una marca de cacerolas..

El Olimpo
Y claro, si de comer se trataba, los antiguos miraban hacia el cielo, adónde ubicaban a los dioses del Olimpo. Al parecer, estos buenos muchachos habían descubierto el manjar universal: la ambrosía. El lío es que nadie pudo nunca describir o explicar de qué se trataba este plato que tanto deleitaba a las deidades griegas y que a los humanos, si es que accedían a ella, se les reservaba la inmortalidad. Para ir a lo práctico, la única ambrosía que conozco, es el postre que heredamos de España que se hacía para aprovechar las yemas sobrantes de las claras que se usaban para clarificar el vino. Y siendo nuestro Noroeste una región donde se come la mejor ambrosía vuelve a ser tema de discusión sobre en qué provincia se elabora con mayor excelencia. Habrá que juntar nuevamente a Gonzalo Alderete Pagés y a Álvaro Arismendi para que protagonicen un desafío de ambrosías, como ya hicieran en RAÍZ el de empanadas -que fuera declarado empate-.

¿Es un producto o un plato elaborado?
Otro lío. Otro andurrial para meterse a discutir sin remedio. Un rico durazno, recién cortado del árbol, lavado en la canilla de la huerta, siempre me pareció un manjar en todo el sentido de la palabra. Y se le pregunta a parientes y amigos, es muy posible que cada uno tenga en su memoria ESE producto que es el prototipo de un manjar. Ahora, también puede integrar la lista un buen salame de campo o un chorizo en grasa. ¿Y qué es el dulce de leche? En presencia de un plato de papas fritas crocantes con dos huevos fritos de esos que las gallinitas por ahí olvidan en la esquina de un galpón, ¿no se sienten en presencia de un manjar que convoca a ser devorado por más consejos que nos den los hepatólogos?

Mi percepción es que en nuestra memoria tenemos atesorados recuerdos de manjares que nos ubican en los momentos más felices de la infancia. Poco importa si aquellos platos fueron elaborados con técnicas de asado, braseado, guisado, hervido u horneado. En definitiva hoy sabemos que los homínidos dominaron el fuego hace, quizás, un millón de años atrás. También está la moda de comer algunas carnes crudas. Pero esa es otra historia.

La cosa chancha
En el fondo, creo que pocos dudan, que el concepto de lo desagradable de una comida, es una cuestión netamente cultural. Al bebe, al destetarlo, se lo va educando para que acepte el amargo como parte de su comida. Naturalmente, los animales asocian el amargor con lo indigesto. Y el hombre no es la excepción. Pero veamos ejemplos culturales.

Hace algún tiempo, en una mesa de Bruselas, tuve que explicar qué habían comido en el campo los jóvenes de la casa que habían pasado tres meses en la Argentina. Les expliqué que a buena parte de los argentinos el chinchulín nos parecía un manjar. No terminaban de entender bien qué era el chinchulín, quizás por culpa de mi francés algo campestre, hasta que la dueña de casa entendió el asunto y exclamó: «Está bien Alejandro, no sigas explicando ¡que estamos sentados a la mesa!»

Una noche en Escocia una moza francesa nos explicó que el haggis era la mérde. Pero, con los amigos que estábamos en el comedor del Roman Camp Hotel no estábamos dispuestos a eludir el plato. Entonces pedimos que se nos explicara en detalle: «Bueno, es una preparación típica de ‘la noche de Burns’, en la cual se come este plato con fondos de gaitas plañideras. Preparamos dentro de un estómago de cordero, al que habremos raspado su interior para añadir a la preparación, hígado, corazón y pulmones de oveja, con grasa, copos de avena y carne de cordero o vaca». ¿Qué quiere que le diga? Vaya una de esas noches y pruébelo usted mismo..

Fernando Trocca es alguien a quien admiro por su talento, por su sentido de la amistad y ¡por su coraje! Un día los habitantes de Islandia le hicieron probar su plato especial, que es tiburón enterrado en la arena por cuatro meses para que madure calmamente. Se lo desentierra y en una gran festichola se lo comen enterito. ¿Que qué dijo Trocca? El hombre es, además de lo dicho, discreto pero me pareció entender algo así como: ¡&%@+*da! Como habló con la boca muy cerrada, no logré entenderlo.

Sin ir más lejos, en Jujuy probé la «cabeza guateada», que es una cabeza de vaca cocida bajo la tierra como si se tratara de un curanto. La cabeza aparece en medio del bullicio de los comensales, y si hay un homenajeado, para él son los ojos. Yo me salvé de ser el homenajeado, pero estaba al lado del afortunado del día. El tipo miraba atemorizado los ojos de la vaca, que lo miraban a él de manera inquietante, mientras los anfitriones aguardaban hospitalarios los comentarios del invitado de honor. Bueno el final no interesa demasiado. Pero a mí me encantó el pedazo de quijada que me tocó.

Como sea, tengo amigos que disfrutaron de comer aguas vivas en condiciones insalvables. O aquellos que fueron homenajeados en España con un queso curadísimo que incluía gusanos vivos en su maduración. Se suponía que lo mejor era que le tocara aunque más no fuera medio gusano en su pedazo como si se tratara del codiciado huevo duro en la torta pascualina.

Redondeando

Por lo tanto, entre los franceses y belgas que comen carne de caballo, e italianos, españoles e ingleses que se horrorizan de este hábito. Los mexicanos que devoran placenteramente los «chapulines» que son una especie de grillos. Los colombianos y sus hormigas culonas. Por no hablar de los que se gratifican con el cerebro de un mono vivo.

Personalmente me seguiré quedando con el dulce de leche casero preparado, con la receta de mi madre, a partir de leche cruda. Alguna vez, hace 50 años, la necesidad mientras rodeaba madera en el monte salteño, hizo que comiera pata de puma -un completo horror conceptual, pero de sabor agradable-. Años después, leería en un libro de recetas del crítico gastronómico francés y denominado «príncipe de los gastrónomos», Maurice Curnonsky (su verdadero apellido era Sailland), donde se explicaba la preparación de la pata de oso. Y así los ejemplos abundan hasta el infinito.

La conclusión es que lo que diferencia al manjar de algo repelente, no es otra cosa que la cultura en que nos criamos y los hábitos que fuimos adoptando en la vida. Pero insisto, seguramente la gran mayoría recordará su manjar favorito en la mesa familiar de la infancia, con una madre o una abuela poniendo «aquella» preparación inolvidable en la mesa. Eso, eso era un manjar. Ah, y recuerde lo que dijo el escritor inglés George Mikes: «Si en el Continente hay buenas cocinas, en Inglaterra solo hay buenos modales». ¿Será así?

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
[email protected] / @MaglioneSibaris

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