Por Alejandro Maglione (*)
La cuestión
La tecnología a aplicar en los vinos es cuestión de modas. Ya no tengo dudas. Lo que era excelente ayer, hoy pasó de moda. Así pasó con la pintura de las piletas donde se pone el vino. Un día alguien dijo: «Hay que pintarlas con epoxy para que no se produzcan hongos u otras maldades». Hoy apareció alguien y dijo: «Las piletas no hay que pintarlas, el cemento armado tiene cosas que comunicarle al vino». Aparece Carlos Pulenta y dice: «Tan importante es el asunto, que ahora se discute la arena con que se hace el cemento armado. Nosotros en Garzón, Uruguay, estamos trayendo piletas prefabricadas de Italia».
Otra moda fue cubas no, el vino se añeja en barricas de 220 litros. Ahora vino la moda de cubas sí, las barricas ya fueron. Pero también están sufriendo un embate las piletas de cemento, porque ahora viene la fermentación en una suerte de recipientes de cemento pero con forma de huevo, algo que había descubierto hace 30 años atrás el barón Bertrand de Ladoucette, que los había instalado en la Bodega Terrazas de los Andes.
Y en este giro vertiginoso, ahora impera la teoría del «terroir«, ese conjunto de factores donde el suelo jugaría un papel protagónico. Los sufridos periodistas cuando visitamos viñedos en Mendoza, no podemos evitar que nos introduzcan en pozos de dos metros de profundidad, llamados calicatas, donde se aprecia el comportamiento radicular de las vides. Así, escenas donde un periodista atildado como Alejandro Iglesias pone en riesgo la blancura de su camisa en medio del polvo de la calicata de turno, al no dudar en introducirse para profundizar sus conocimientos del asunto. De afuera lo suele observar un prudente Joaquín Hidalgo. Mientras un sonriente Fabricio Portelli pareciera justificar su permanente indumentaria negra, porque si se quiere adular al enólogo de turno, ¡hay que meterse en el pozo!
Ángel Mendoza
Entonces, hace un tiempo almorcé con este prohombre de la viticultura y descalifica llamando macaneo a toda la cuestión del terroir y los microterroirs (ojalá que no lo escuche Sebastián Zuccardi, que no cesa de hablar de ellos, con maravillosos cuadros con que ilustra sus entusiasmantes charlas y convicciones). Me abrumó con todo lo que me dijo mientras cuchipandeábamos, por lo que me envió un trabajo para refrescarme la memoria.
Ángel Mendoza pertenece a esa raza de enólogos mendocinos, que luego de haber trabajado durante lustros para las grandes bodegas, en su caso le dedicó 25 años de su vida a la Bodega Trapiche -mientras estuvo en manos de la familia Pulenta-, terminan por montar su propia bodega, que se apoya en el esfuerzo de toda la familia. Cuando en la década del ’80 la mayor parte de los viñateros argentinos decidían terminar con sus viñas de Malbec, Ángel, acompañado de hombres como Raúl de la Mota, Roberto Luka o la familia Toso, se dispuso a trabajar para agregarle valor enológico a la que terminaría siendo la cepa insignia de nuestro país.
Cualquier miembro de la familia Pulenta puede testimoniar el aprecio personal y profesional que sienten todos por él. Este aprecio se extiende a buena parte de Mendoza, su provincia, que en el año 2005, con el voto de 2.200 de sus colegas, lo distinguió con el premio Oreglia de Oro.
¿Qué dice?
«Me preocupo cuando la sequedad notoria de algunos vinos tintos muy alcohólicos y exagerada madera, se identifique con la mineralidad y el carácter granítico del terruño. Me provoca horror, escuchar y no poder descubrir el sabor a humus, compost y sílice, de los vinos biodinámicos. Cuando la realidad suele ser la aparición de defectuosos gustos amargos y animales de vinos con bajos niveles de SO2, insuficientes para proteger la estabilidad microbiológica y la oxidación». Todas estas reflexiones, Ángel me anticipó que pensaba publicarlas, por lo que no le preocupa a quien pueda incomodar con sus afirmaciones.
Y continúa reflexionando: «Cuando los enólogos buscan y/o encuentran «mineralidad» en el Chardonnay o el Sauvignon Blanc en viñedos de altura o máxima altura (más de 1300 msnm ), en realidad lo que encuentran es la madurez lenta de las uvas, en suelos menos fértiles, con una acidez málica más alta, vibrante y ‘jugosa’. Más intensidad varietal y un pH más bajo, menos tamponado. Todo lo contrario de la mineralidad. Estas suelen ser las contradicciones de la poesía enológica».
Bombazo: «El carácter mineral de un vino no tiene nada que ver con los minerales del suelo. Ya el gran profesor de enología, Émile Peynaud comentaba las propiedades organolépticas del ácido succínico (contenido natural entre 0.5 – 1,5 g/l) como mineral, salado, terroso, pedernal, tiza, yeso, ligeramente amargo y muy secante de la lengua». Entonces: ¿las raíces de la viña rodeando piedras calcáreas tienen poco que ver con la mineralidad, y la milonga pasa por el ácido succínico?, me pregunto.
Para él, el terruño tiene más que ver con el color del vino, con el bouquet armónico de fruta negra madura, especiados delicados y madera moderada. Considera que acompaña a las virtudes de una buena cepa, pero no es el protagonista. Cree que resumir estas virtudes en el terruño no es otra cosa que exponer cierta mediocridad enológica. Los vinos deben expresar «la transparencia, los cielos azules, el sol brillante, la vitivinicultura y la enología limpia del vino argentino».
Admira a su hijo Lucas, que es el enólogo de su bodega Domaine St. Diego, su pequeño reino de 4 hectáreas, donde toda la familia cumple un rol diferente, pero que suma al éxito de su propuesta. Entonces, Ángel cita a Lucas: «Siempre es mejor el camino seguro de la ENOLOGIA RAZONADA. Apostar a la objetividad es el único ámbito técnico donde se manejan los científicos. Lo subjetivo, esotérico y mítico, nunca muestra el mismo sendero». El muchacho también tiene lo suyo a la hora de opinar.
Más palos para el terroir o terruño
Para este maestro de la enología no hay que magnificar el valor de la composición física y química del suelo, en tanto que los viñedos locales deben ser irrigados. El riego colabora a la dilución de los minerales del suelo, que -siempre en su opinión experta- no se transmiten al vino. Para Ángel lo que cuenta es el microclima del viñedo, sumado al talento de los agrónomos y los enólogos. Su postura, como podemos apreciar, apunta a exaltar el rol del trabajo humano.
Agrega leña al fuego cuando insiste en sorprenderse por el valor inmobiliario que van adquiriendo los viñedos de altura, que se implantan a más de 1000 metros sobre el nivel del mar. Sin mencionarlo en ningún momento, es indudable que se refiere a la zona del Valle de Uco, donde prima la exaltación de los suelos aluvionales, que según él esconden una gran dificultad para manejarlos. Aquí me permito reflexionar, que si amigos como los Catena, Zuccardi, Casa de Uco, Doña Paula, Clos de los Siete, y tantos otros han mirado para la zona, debe ser porque han logrado superar estas dificultades. Me encantaría confrontarlo a don Ángel con alguno de los enólogos de estas fincas. Sospecho que alguno le diría: «Usted habla así porque su finca queda en Lunlunta y no en el Valle de Uco». Digo, si es que alguno se le atreve.
Mortificado porque se contraten geólogos a efectos de realizar mapeos que identifiquen los suelos comparables dentro de una misma finca, en su trabajo infartante dice: «Me parece que el término terroir solo sirve para notables negocios inmobiliarios y poco para que se beba más y mejor vino argentino».
Conclusión
Soy un convencido de que la labor periodística pasa por no ser «almas bellas», como califica Jorge Fernández Díaz a esas plumas para las que todo siempre está bien, en aras de agradar a potenciales anunciantes o políticos dispensadores de favores, y que hay que dar cabida a hombres como Ángel Mendoza, que sin pelos en la lengua cuestiona los cimientos de la moda correspondiente a esta época. O quizás no sea una moda, y todo lo que observa llegó para quedarse, quien sabe. Comparto con él que hay un abuso de poesía enológica, y sostengo que este blablaberío aparta a la gente común del vino, en lugar de aproximarlo.
Si los detractores de Ángel dicen que se quedó en el tiempo, ellos tendrían que ver si también en el abuso de los descriptores del gusto a tiza, a claveles rojos (no recuerdo que el olor de los blancos sea demasiado diferente), a hojas secas de rosas, pis de gato, petróleo, establo, cuero, sudor de caballo, queso rancio, tinta china. Y termino citando una vez más a Émile Peynaud: «Me gustan los vinos que saben a la uva de que están hechos».
(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
[email protected] / @MaglioneSibaris
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