La frondosa historia del vino de Mendoza

Por Alejandro Maglione (*)

Vinos de Capa y Espada

Así se llama el libro recientemente publicado por Pablo Lacoste, conocido historiador mendocino. Dudo que mucha gente del palo del vino, o los periodistas especializados en el tema, hayan tenido oportunidad de acceder a un texto tan bien provisto de información sobre la historia del vino en la región de Cuyo. Sobre todo, contado a partir de una historia familiar, que se entrelaza de manera estrecha con la historia de Mendoza, tanto industrial, como política y social.

Largo período

Hay muchas cosas que se desconocen en general de la historia del vino. Se desconoce mayoritariamente que las primeras cepas implantadas formalmente fueron localizadas en Perú. Patrimonio cultural que los peruanos tienen adecuadamente valorizado y del que hablan en numerosos y bien documentados textos.

Para muchos, la historia formal del vino en Mendoza casi comienza a finales del siglo XIX, teniendo como protagonistas a Sarmiento y el experto Pouget. Pero Lacoste, con un trabajo de investigación notable, nos advierte que todo comenzó a suceder a finales del siglo XVI. Es decir, que si queremos saber bien del asunto, debemos retroceder 300 años para encontrar los primeros pasos de esta querida industria.

En rigor, la fecha rondaría el 1561, que es la fecha de fundación de Mendoza. Una posta pensada para atender a los viajeros que venían del “Reino de Chile” -como denominaban la región transandina en aquellos años remotos- en dirección al Río de la Plata.

En esos tiempos, toda la región de Cuyo formaba parte de la jurisdicción de Chile, que a su vez reportaba al Virreinato del Perú. Quiere decir, que el amor mendocino por lo chileno viene de muy lejos y los cruzamientos familiares de un lado al otro de la cordillera continúan hasta el día de hoy. Es más, la región se llamó, según explica nuestro historiador: “Chile Oriental”, o “Chile Trasmontano” o “Chile Transandino”.

El personaje

Lacoste sigue la evolución de un Juan de Puebla, e investigando en los archivos viejos contratos, sucesiones y todo tipo de documentación -que mi imaginación la visualiza cubierta con polvo y telarañas- olvidada en un estante ignoto. Claro que no debe ser así. Pero esa es la novela que me hice en mi cabeza.

Este Juan de Puebla comienza su expansión gracias a la ayuda del sargento Mayor Francisco Álvarez de Toledo. Don Juan en 1648 hace una inversión fabulosa para la época, $330, y el contrato por el cual se concreta la venta a crédito dice que adquiere: “seis carretas con cargas de vino con veinte botijas cada una y sus ocho bueyes, los cuales no se venderán ni pasarán a poderío ajeno sino es para efecto de dicho pago”. Como si fuera poco, aquel Álvarez de Toledo le arrimó otros $529 como capital de trabajo. Generoso el sargento mayor.

Los descendientes de este hombre, de nombre Juan Martín, Santiago y Juan, hacen sus testamentos en 1757 y 1766, y se ve la evolución honesta de su patrimonio en el que Santiago declara tener 10.000 cepas y 850 arrobas de vino; Juan tenía 18.000 plantas de vid y 560 arrobas de vasija y Juan Martín declaró 17.000 plantas y 400 arrobas de vasijas. Es decir, después del enorme patrimonio que habían desarrollado los jesuitas en Cuyo, esta familia era la más rica de la época.

Cavas del monasterio

Así se llama el capítulo donde Lacoste detalla el rol que cumplió la Iglesia a través de distintas órdenes religiosas, en el desarrollo vitivinícola en Cuyo. El problema comenzaba en que don Felipe II, a la sazón rey de España, había prohibido la plantación de viñas en América, a través de un edicto de 1595. Este decreto, exceptuaba de la prohibición de manera expresa, a las órdenes religiosas. No obstante, a éstas se les prohibía exportar su vino a México, que era, en definitiva, el mercado que los pícaros productores españoles querían reservarse para sí.

El resultado fue el esperado y casi inmediato: las mayores producciones de Perú, Chile y la Argentina, quedaron en manos de los curas y frailes.

Para aprovechar estas prebendas, ni lerdos ni perezosos, las familias adineradas colocaban a uno de sus miembros en cada orden que merodeara la zona, y así, trasladaban sus vinos, libres de impuestos, haciéndolos pasar como provenientes de algún convento o establecimiento religioso. Me pregunté: ¿cómo era la vida real de estos pobres sujetos que sin vocación ni llamado divino, se los confinaba a mercadear para la familia, vestidos de sotana? Concretamente: ¿como maniobraban el discutido voto de castidad? Me cuesta creer que sin la ayuda del Cielo, pudieran renunciar alegremente a los bajos y deliciosos placeres de la carne.

Fue un fraile llamado Miguel Agustín, el que en 1617 publica su libro: Libro de los secretos de la agricultura, casa de campo y pastoril, cuyos secretos siguieron varias generaciones de productores cuyanos.

El buen fraile propone varios errores, entre los que estaba el recomendar prescindir de las viejas viñas por poco productivas. El consejo estaba en un dicho famoso en la península Ibérica: “Olivares de tu abuelo; higueras de tu padre y viñas de tí mismo”.  

Ese momento histórico, donde se privilegiaban los vinos blancos y rosados, las órdenes que descollaron fueron: jesuitas; agustinos; dominicos y betlemitas.

San Martín y el vino

Hay información sabrosa sobre el afecto que el Libertador tenía por charlar sobre el vino, del que solía mostrarse experto catador. Su recuerdo del vino mendocino, cuando estaba extrañado en Francia, era muy bueno, pero hete aquí que el Restaurador, se las había tomado con Cuyo y prácticamente destruyó su industria vitivinícola.

Entonces resultó, que un día discutiendo con un banquero, un tal Jacques Lafitte, que ya era dueño de un viñedo conocido como Châteu Lafitte, éste se tomó el trabajo de traer de Mendoza un vino y se lo dio a probar al General estando ambos en Grand-Bourg, pero si advertirle del origen. San Martín lo prueba y exclama: “¿Qué aguarrás es éste?”. A lo que Lafitte le respondió: “Pues, mi amigo, es su célebre vino mendocino“. Tan bajo había caído.

Infaltable Sarmiento

Historiar cualquier cosa relacionada con Cuyo y no mencionarlo a Sarmiento sería imposible. Por eso Pablo Lacoste no lo solaya y abunda también en remembranzas de lo actuado por este polémico hombre de nuestra historia. Por ejemplo, recuerda que siendo gobernador de San Juan, en una reunión en la que confluyeron Mitre y Urquiza, se le ocurrió llevar un vino de San Juan y describe la mala experiencia con estas palabras: “Pretendieron que había intentado envenenarlos, tan triste figura hacía el mejor de nuestros vinos, al lado del borgoña, Burdeos, Oporto. Os confesaré que tomo en mi mesa vino de Mendoza”.  

También, el autor reproduce correspondencia donde don Domingo Faustino les pega con entusiasmo a los mendocinos porque dice que, a pesar de que atravesaban graves carencias de las botellas necesarias para embotellar sus vinos, ninguno quería tomarse el trabajo de poner una fábrica en la provincia que resolviera el problema. Entonces, sugiere que el estado nacional tomara esa posta que supliera tanta falta de iniciativa. Miren si le hubieran hecho caso.

Conclusión

Creo que el libro de Pablo Lacoste es de lectura imprescindible para quienes quieran avanzar un poco más allá de “tintos y blancos”, “genéricos y varietales”, “antoncenos y polifenoles”; “pis de gato o violetas”, por citar algunos de los temas en los que suelen enredarse los promotores del vino. Vale mucho la pena. Y recuerde: si Dios es el camino, hay muchos plomos a nuestro alrededor que, por soportarlos, debemos considerarlos el peaje. 

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
amaglione@lanacion.com.ar / @crisvalsfco

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