La Punta del Este que se fue

Por Alejandro Maglione (*)

La reflexión

Mi primera memoria vívida de Punta del Este se remonta a 1956, cuando regresamos con mi familia, luego del interregno que puso el gobierno de Perón, que había prohibido los viajes al Uruguay, en represalia a una actitud que él había considerado inamistosa por parte de ese país hacia su gestión. Un episodio que, curiosamente, pocos recuerdan.

Desde aquel verano no dejé de visitar Punta del Este varias veces al año, y allí encontré a muchos de los que hasta el día de hoy, son mis amigos del final de mi adolescencia. Por diversas razones dejé de ir hace 10 años y no volví más. Hasta ahora.

¿Qué me encontré?

Un lugar donde el progreso no se detiene ni un minuto. Me encontré con edificios que hasta han incorporado en su terraza todo un sistema de captura de energía eólica para utilizar en la iluminación de los espacios comunes. Nuevos accesos, muchas rotondas, y una extensión de todo tipo de movida más allá de La Barra e incluso pasando José Ignacio. Y todo eso está bien. A los viejos nos “da cosa”, ver que aquella pequeña aldea de los años ’50, hoy es un bosque de edificios modernos, que han modificado de forma radical lo que era su fisonomía.

¿Qué se fue?

Tuve oportunidad de dar unas vueltas caminando en torno a toda la Punta, y luego recorrer el bosque y sus aledaños. Lo primero que añoré, fue que desde hace muchos años desapareció en hotel La Cigale, con su construcción franco-normanda típica. Fue reemplazado por un anodino edificio, típico de los que son lindos para habitarlos -por la incomparable vista- pero no para ser vistos.

Caminando siempre por la costanera del lado del puerto, vi que también habían transformado la histórica casa de los Escasany en un restaurante, al que prontamente le pintaron sus blancas paredes de un color turquesa insoportable. Pero ya se sabe, sobre gustos.

Luego caería en la cuenta que también desparecieron El Ciclista y Los Caracoles, en los alrededores de lo que fuera el Hotel Biarritz.

Seguí andando y extrañé la ausencia de Blue Cheese, que lo llevó puesto la implacable agencia recaudadora de impuestos del Uruguay. Llegué al puerto y vi con tristeza que el Yacht Club Uruguayo había desmontado su restaurante.

En el lugar que estuviera el restaurante y en algún momento club nocturno, Boca Chica, exhibe un moderno gimnasio. Las veredas donde se ubicaban los vendedores de pescados y mariscos que acercaba el SOYP, que en otoño se ampliaba la oferta a magníficos hongos del bosque, me pareció que había que incorporarlos a lo que se fue.

Sarajevo

Luego se me ocurrió entrar en dirección al faro. Descubrí que el que fuera el modernísimo cine Concorde estaba en total estado de abandono y suciedad. Lo mismo sucede con la querida Tienda Sader, que regenteara en sus años de esplendor Emilio “El Turco” Sader, a quien la ciudad le ha dedicado una calle.

Ver el histórico Hotel Palace también en ruinas, pintarrajeado, con lo que fuera su restaurante tapiado con maderas, me generó la misma angustia que una visita a un lugar donde hasta hace poco hubo una guerra.

Unos metros más allá se ve que queda poco de lo que fuera el Hotel España. Casi enfrente, se ven las ruinas del que fuera el cine Ocean.

Nunca entendí porque, a veces, los municipios se comiden a intimar a los dueños de baldíos para que corten el pasto, pero no se sienten convocados a negociar con los dueños de edificios icónicos sobre el destino de éstos, antes de que se terminen de convertir en ruinas.

Continuando la vuelta

Pasado el sofocón de esa triste visión inaceptable e innecesaria en un balneario que sigue apostando a ser convocante del más alto turismo internacional, la normalidad vuelve a partir del faro y hacia la misma punta. Todo prolijo.

De pronto, viniendo por rambla costanera en dirección a San Rafael, descubrí el edificio abandonado del que fuera el restaurante Mariskonea. Nuevamente me pregunté si realmente estaba bien dejar hacer a los propietarios lo que quisieran, y que ese lugar, una edificación de estilo vasco maravillosa, ahora se vea transformada en un inmueble tapiado y pintarrajeado con crueldad, dejando a la vista la construcción que alguna vez fue su criadero de mejillones.

Caminando por la avenida Gorlero, añoré restaurantes como Strómboli o Catarí. Hasta la querida e histórica confitería La Fragata, cedió el lugar a una horrible casa de comidas rápidas. Sin duda, nada es ya lo que supo ser. E insisto, no me opongo de manera alguna al progreso, pero.

En el comienzo mismo de la playa Brava, donde termina la calle 24, estaba el célebre lugar de tragos My Drink, que se hiciera famoso por su Tom Collins, un trago del que se rumoreaba que tenía algún ingrediente misterioso, o prohibido, que ayudaba a que quienes lo bebían pasaran por un momento de euforia inolvidable. Joven teenager probé varias veces el trago, y para mí que el dichoso ingrediente estaba en la mente de quienes accedían al discutido brebaje, porque nunca sentí otra cosa que el alegre vaivén de una bebida alcohólica de alta graduación. La euforia quedaba para los sugestionables.

No pude dejar de pasar por El Mejillón, ese bar, restaurante y otras cosas, que fuera la puerta de entrada a la punta de Punta. Meeting point de grandes como Rolo Alzaga, Charlie Menditeguy, y otros patricios que comentaban allí sus hazañas deportivas, mientras comían el auténtico chivito, sándwich que naciera en ese lugar en 1947, como dice la leyenda generalmente aceptada.

Por ahí cerquita, todavía está el Andrés, en el edificio Vanguardia. Para los que vivíamos en la punta, era uno de los pocos lugares abiertos durante el invierno

En las afueras

Un programa habitual era ir en bicicleta a comer waffles a L’Auberge, cuya inconfundible torre era conocida entonces como “la torre de los waffles”. Hoy me parece que pocos o ninguno de los turistas la identifican con el delicioso plato que preparaban para el té.

Yendo por el bosque, por Pedragosa Sierra, un día apareció La Bourgogne con un jovencísimo Jean Paul Bondoux, y movió violentamente el fiel de la balanza que identificaba a los restaurantes de alta cocina. Este no es lugar que se fue. Sigue, en las manos del hijo de Jean Paul, Aurelien.

También era una visita obligada el Floreal, donde reinaba una jovencísima Isabel Alegresa, que me cuentan que sigue estando controlando todo, pero algo alejada de las cacerolas que le dieron fama.

Más allá

Un programa de chicos era ir en bicicleta hasta la Barra y cruzando el puente de madera de una sola mano, ir hacia la izquierda apenas se salía, y nos despachábamos unos churros con chocolate memorables en el San Jorge. También el tiempo se llevó a otro lugar donde se comía de forma fabulosa, que era Lo de Miguel. El Miguel en cuestión, había sido cocinero de la embajada argentina en Bruselas, cada plato suya se volvía inolvidable, como su flamiche de puerros, y una versión inimitable del Revuelto Gramajo.

Conclusión

Extraño muchas cosas de Punta del Este. Incluso, el corazón que se me partió cuando vi al Hotel San Rafael en ruinas, pero me volvió la esperanza porque mi visita coincidió con el anuncio de que habían aparecido los inversores para devolverle el esplendor perdido. No sé si todo tiempo pasado fue mejor, pero para mí lo fue. Y aquella gastronomía casera, de productos impecables, sin cocineros estrella, y precios accesibles, se extrañan. Se extraña el paisaje sin enormes edificios. El pasear en bicicleta sin preocupar a nuestros padres. Cruzarse por Gorlero con el Presidente del Uruguay, que sin custodia alguna, miraba vidrieras del brazo de su esposa.

Cicerón dijo: praeterita mutare non possumus (no podemos cambiar el pasado), pero sí mejorar el presente y el futuro simplemente mirando un poco para atrás. Me dicen que se me nota mi amor por Punta del Este y el Uruguay todo, ¿y qué?

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
amaglione@lanacion.com.ar / @MaglioneSibaris 

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