El regreso del vino con soda y hielo al consumo popular

En cualquier bodegón de los muchos que hay en la Argentina -particularmente en las grandes ciudades- la postal más frecuente a la hora del estaño es la de un vaso con dos rocas de hielo, al que se le agrega un nutrido aporte de vino hasta un dedo por debajo del borde, mientras que el resto (¿el resto?) se completa con un buen, preciso y juicioso chorro de soda.

La imagen se repite en todo el país, tantas veces como los espejos la multiplican entre las botellas de las barras. O bien, en las mesas donde laburantes se plantan a comer un almuerzo entre horas de oficina y beben vino con soda. O incluso a la vuelta de todo día en la calle, tipo 20 y antes de cenar, en los hogares el hielo y el chorro de soda están ahí para armar una bebida con suave, refrescante y a la vez sabrosa.

La costumbre supo estar muy extendida. Pero en algún punto entre la década de 1990 y 2000 esta liturgia popular como instalada pasó a ser algo vergonzante. No tanto para quienes encontraron ahí una suerte de agua saborizada, sino para todos los demás: los que empezamos a descubrir que en los copones, los vinos concentrados y mermeladosos ofrecían un sabor distinguido que distinguía a su vez a sus consumidores.

También la industria del vino apuntó a las uvas y a esos estilos de vinos populares -elaborados de uvas las criollas, no francesas-, en nombre de un nuevo brillos estético para vinos internacionales. En el mundo (de los entendidos), la soda era una vergüenza local y el hielo la roca en el zapato lustroso de los ejecutivos. Así las cosas, el vino pasó de estar en todas las mesas a ocupar sólo algunas. Y hoy se beben menos de 20 litros per cápita al año.

La soda que mejora

Hoy parece abrirse un nuevo ciclo, sin embargo. Por un lado, otras bebidas como los vermut rescatan a la soda del olvido hacia un nuevo camino -basta mirar lo que hace Cinzano y su flamante Sodelier, que parodia al sommelier- para entender parte del giro que está teniendo lugar.

Por otro, la soda vive un nuevo auge. No es que ahora entre en un camino de distinción –y ojo que hasta se reinventó el sifón Drago, ahora llamado SodaStream– sino que, con 54 litros per cápita de consumo, es claramente un producto tan consumido como la cerveza.

Ahora la vieja costumbre de beber vino con soda puede cobrar nuevo brillo. El asunto es que no todos los vinos funcionan bien para el sodeado. El estilo debe ser suave, sin taninos y con frescura moderada. De lo contrario, las burbujas potenciarán la aspereza del tanino, más aún si la soda está fría. Y acá es donde la magia del consumo popular no falla: todos los vinos de boliche y estaño, las marcas históricas del mercado –desde Vasco Viejo a Don Valentín Lacrado y Norton Clásico–, a las que se suman marcas nuevas como Hollywood pertenecen a este estilo de tintos. En ellos la soda obra milagros, convirtiéndolos en una bebida refrescante.

El hielo del trópico

En ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Mendoza, los calores del verano pueden quitar la sed de una copa de vino si no es refrescante. La genialidad del vino con soda y hielo es haber resuelto el asunto. Y el hielo es la pieza fundamental. Su magia helada hoy perdió el embrujo que describía García Márquez en la llegada a Macondo, pero el frío sigue siendo un deseo vital cuando hace calor.

En este verano que se termina, que fue bochornoso de a ratos, volvimos a ver en muchos hogares, en boliches y mesas de restaurantes a la gente bebiendo vino con soda y hielo. Ahí hay un motivo de orgullo más que de vergüenza. El trabajo de mucha gente -desde el viñatero al vendedor de botellas, pasando por la bodega- se ve realizado en un trago refrescante. Quizás ahora, con el ascenso de la soda al nuevo podio, el vino sodeado retome su popular esplendor.

 

Fuente: www.vinomanos.com

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