El Bolsón: entre curantos y laberintos

Por Alejandro Maglione (*)

Retomando
Le venía contando un merodeo que anduvimos haciendo con un grupo de periodistas por el Bolsón y la denominada Comarca del Paralelo 42. Confieso que el término comarca no lo veía utilizado desde que leía El señor de los anillos. Término raro en nuestros labios, pero los patagónicos suelen ser así a la hora de denominar.

Encima, para la gente mayor, hablar del paralelo 42 es rememorar una época en que, durante el gobierno de Arturo Frondizi, se permitía, al sur del mismo, importar todo tipo de productos, para estimular a los resistentes habitantes de zonas templadas a habitar en la Patagonia. Los productos había que consumirlos en la misma zona, así que no fue una época donde lo importado llenara la vida de los porteños, rosarinos o cordobeses, por dar un ejemplo. La trampita estaba en que los automóviles se podían ingresar al territorio repleto de trabas aduaneras luego de un período de tiempo de haber sido importados en la zona libre mencionada.

Hecha la ley, hecha la trampa, comenzaron a circular por Buenos Aires, automóviles fabulosos, que obtenían autorizaciones prematuras para radicarse al norte del paralelo a través de maniobras vidriosas nunca aclaradas. Y apenas se veía uno en la calle, se decía: «Ahí va un paralelo 42». Y se decía con envidia, porque eran tiempos donde los automóviles duraban en las manos de sus dueños originales por 10 o 20 años. En fin.

El curanto
Esto del curanto es un tema que tiene muchas aristas. O, lo que es lo mismo, tiene muchos nacimientos. Los chilenos dicen que es un plato nacional. Ya conté que en Jujuy existe desde siempre la «vaca guateada», en la que se utiliza la misma técnica de calentar un hoyo en la tierra con piedras al rojo vivo, y luego poner los alimentos para que se cuezan lentamente, tapados también con unas paladas de tierra. Es como pretender en España que le den la receta de «la» paella. Hay tantas paellas como pueblos en la Península Ibérica, y en cada casa la receta propia.

En nuestro caso, el curanto se realizó en la finca del matrimonio de Diego Breide y su esposa Aluminé. Ambos son una especie de todo terreno, si se quiere hippies modernos, bien vestidos y circulando en 4×4, pero capaces de afrontar casi cualquier tarea. Su casa y edificios de la finca tienen techos de césped, y paredes hechas con fardos de pasto, que luego se revocan, y aseguran que son un aislante del frío maravilloso. Sus hijos saben utilizar la máquina de moler el trigo, que ellos usan en granos.

Me tocó llegar solo al momento del destape del curanto, donde un hábil señor Norberto, maniobraba su pala retirando la tierra ordenadamente. La comida estaba cubierta por hojas de nalca, una planta autóctona con enormes hojas redondeadas, que se utilizan en el sistema ortodoxo, para separar los elementos que se cocinan. En este caso, todo había sido colocado en bandejas de horno, y el cordero, los embutidos y las verduras, se cocinaron por separado. El contacto con la tierra ardiente fue evitado con una suerte de enrejado-parrilla donde reposaban las fuentes crepitantes.

Las nalcas comienzan su vida como separadores color verde intenso, y culminan con el amarillo seco fruto del intenso calor. Diego, el dueño de casa, y Norberto, evidenciaron una gran solvencia en todas las maniobras de destape. Camilo Mazzini hacia su parte, mientras su hermano Melchor observaba atentamente el hacer de los otros (como yo, dicho sea de paso). Justo antes de servir el almuerzo, llegaron los colegas rezagados, que no paraban de sacar fotos para documentar este sistema de cocciónancestral, que se conoce desde siempre por toda América, mal que le pese a los díscolos mapuche que, como comenté, se sienten los descubridores de la idea. Mmmmmm.

El resultado final es sumamente interesante, porque las carnes se cuecen en sus jugos y en su grasa; así como las verduras en su propio vapor. Es decir, que el sistema, claramente no apto para ser aplicado en departamentos ni en jardines de casas de countries, volvió a mostrar, en mi caso, todas sus virtudes. El tiempo de cocción es variable y allí cuenta la experiencia del curantero: evalúa la temperatura del hoyo; el clima; la cantidad y peso de los productos, y saca sus sabias conclusiones de cuando hay que comenzar a palear la tierra para liberar las delicias. Norberto: un capo.

El laberinto
Un día, cuando estaba atardeciendo, nos dijeron que iríamos a cenar al establecimiento de Claudio Levy y su esposa Doris. Cuando llegamos, nos esperaba el pasar previamente por la prueba de atravesar un laberinto. Un sueño de Claudio hecho realidad, que siempre quiso tener un laberinto propio. Durante años estudió diversos laberintos famosos en todo el mundo, y hasta algunos que figuran en novelas o películas. Finalmente, dio con su diseño y plantó los cupresus que prolijamente podados terminarían por producir el cerco más largo de América Latina. Solo que no es un cerco lineal, sino totalmente arrevesado.

Entré con el resto al laberinto de marras, maldiciendo que estaba por oscurecer y mi modesto apetito comenzaba a marcarme la hora de tener una mínima ingesta. Allí un grupo de adultos aniñados y de damas que jugaban a tener temor. Bromas que se decían a través del muro vegetal cuando se percibía a alguien del otro lado.Hasta que dije ¡basta de cháchara! Sin decir nada a nadie, cual Pulgarcito, volví sobre mis pasos, y salí por donde habíamos entrado. Encontré un señor circunspecto que disfrutaba de los comentarios que el silencio de la montaña reproducía como si se estuvieran haciendo a nuestro lado.

El señor era el mismísimo Claudio Levy, al que le pedí que, atendiendo a mis años, me evitara el bochorno de perderme en medio de ese ramaje enmarañado y me ayudara a atravesar la prueba con éxito. Claudio entendió el guiño y hacia allí fuimos. Pronto estaba esperando a los otros del otro lado, que no comprendían quien era el sujeto que estaba conversando conmigo. Viendo la desazón de los más competitivos, confesé el truco y fuimos al ataque del curry de cordero que Doris había preparado para nosotros.

Doris y Claudio nos hicieron conocer una cantidad de productos que hacen ellos. Por ejemplo, una sidra deliciosa, que los lugareños insisten en llamar «chicha». Si los pueblos originarios andinos escucharan esta suerte de herejía no se los perdonarían. A mí me deslumbró un vinagre de manzana que hacen y que regalan en frasquitos como goteros (austeros los Levy.). Le pedí a Doris un par de frasquitos para traer a algunos chefs amigos, porque realmente el producto es fuera de serie. Y me dijo, muy adaptada al medio: «no, porque no vaya a ser que me empiecen a pedir en cantidad y me llenen de trabajo». Cosas vederes Sancho.

La huerta
Entre cuchipanda y cuchipanda, una tarde fuimos a visitar una huerta que maneja Fernando Pia, con una técnica depurada de cultivo, traída de los Estados Unidos. Jóvenes de aspecto alternativo trabajaban con ahínco y nos enteramos que eran pasantes franceses, que se encontraban aprendiendo la técnica. Lo real es que Fernando produce maravillosas verduras, buena parte desconocidas para nosotros, como la acelga «rainbow» donde cada penca de una misma planta tiene un color diferente; o unas estupendas plantas del repollo «kale» que hace furor en los Estados Unidos por sus propiedades antioxidantes (vi que lo cultivaba en las afueras de Toronto, Canadá, una cooperativa que usaba las tierras ociosas de una base aérea).

Todo era gigantesco y tenía unos sabores que nos parecían ya olvidados. Ya fueran tomates, zanahorias o lo que se pudiera imaginar. Fernando ha escrito un libro, acompañado de un DVD, donde explica las técnicas en cuestión, y por unos pesos más, tiene una variedad de semillas para quien quiera emprender su propia huerta.

Conclusión
El listado de experiencias y lugares que vivimos en El Bolsón y la Comarca habla de un viaje de semanas, que se resumió en pocos días. No quiero dejar de mencionar la visita a la planta productora de los dulces «Patagonia Berries«, donde hasta nos encontramos con un joven uruguayo, Rafael Arocena Derungs, que hacía las veces de comercial del emprendimiento.

También deseo agradecer a Esteban Gandulfo, que hospedó a algunos de nosotros en su Hostería «La Frontera», con una hospitalidad de las que se le brinda a los amigos queridos, que además está ubicada en un lugar paradisíaco. Ciertamente, El Bolsón y su Comarca han resuelto dejar de jugar a las escondidas, por lo que ir hasta allá y gritarles «piedra libre», le permitirá una interminable cadena de experiencias gratas. Espero haber cumplido con la máxima del poeta Horacio: lectorem delectare pariterque monere. Esto es: deleitar al lector y, al mismo tiempo, instruirlo.

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
[email protected] / @MaglioneSibaris

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