Cierran restaurantes: ¿se puede cambiar?

Por Alejandro Maglione (*)

Decíamos ayer

Cuando La Nación publicó como nota de tapa la novedad del alarmante cierre de restaurantes, entré en mi archivo de notas publicadas en este mismo espacio, y reencontré dos notas que hablaban del tema, solo que éstas fueron publicadas hace tres años y medio. Una se llamó ¿Por qué los restaurantes cobran lo que cobran? y la otra ¿Cómo se puede mejorar el servicio de los restaurantes porteños?

¿Qué ha cambiado de entonces a ahora? Nada. Entonces, viene al caso la pregunta con que se titula esta nota. Conserva plena vigencia el principio de macro y micro economía que dice: “Si el cambio dentro de su empresa es más lento que el cambio fuera de ella, el fin está a la vista”.

¿Cambió algo?

Diría que poco o nada. Los problemas de ayer son los mismos de hoy. Altos costos de los alquileres; altos costos de los productos; una industria del juicio por parte del personal que funciona a pleno; clientes que son cada vez más selectivos y exigentes por lo que pagan, porque, quizás, y esto sí sería un cambio, hay menos dinero en las manos de la gente, por lo que un dueño de restaurante debería advertir que si él no modifica sus expectativas de ingresos y/o su forma de generarlos, algo malo le sucederá.

Un sabio

Mario Sorsaburu es un señor como usted o como yo. Ha recorrido el país como pocos. Y desde siempre lo mueve la misma pasión: la buena comida y los lugares donde encontrarla. Conoce cada rincón de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires. Cada panadería donde sabe que va y encuentra la mejor medialuna aquí; los mejores sándwiches de miga allá; el mejor pan en ese lugar de Villa Luro que nadie menciona… Quién mejor que él para preguntarle lo que está pasando, y reflexiona.

“Pensaba si no será negocio y hora que muchos que se inician en el campo de la gastronomía lo hagan desde abajo y en ese sentido me refiero a un boliche chico en un barrio de los que no se eligen o de una estación del conurbano, bajo alquiler, bajo gasto de instalación, nada fashion, sino práctica, buena y rica comida de tipo casero, pero con toque profesional y moderno, que alimenta y soluciona problemas a las familias, todos con servicio de compra al mostrador y en todo caso, alcanzarlo a algunos clientes muy cercanos el día que necesiten una urgencia, como manera de hacer que el restaurantito del barrio sea un proveedor más, un amigo más, como era a fines de los sesenta”.  

Me olvidé de contarle algo: como si fuera poco, sus hijos Patricio y Julián son los dueños de Piola que es un modelo de rentabilidad y de trabajo diariamente a salón lleno. Aplican la sencilla fórmula que propone Mario, y la están llevando a dar vueltas por América con el mismo suceso que conoce en Buenos Aires.

Continúan sus reflexiones: “Qué se yo, barrios enteros sin una buena fonda, un chiringuito con quince mesas, mediodía y noche de martes a domingos, dónde se compren los insumos en la feria cercana, varias cosas en Liniers, todo cuidando la cadena de valor y que termine en diez platos, tres sopas y cinco postres de buena factura, a muy buen precio, que hagan que valga la pena recomendarlos y que empecemos a ir de buena gana, sin sentir que haya que hacer un esfuerzo y considerarla una salida formal”.

Mario toma aire y agrega: “No hay siquiera una idea sobre gestión, punto de equilibrio, relación precio-calidad-cliente y lo que es peor, y esto ponelo en la nota: “NO SABEN QUÉ ESPERAMOS LOS CLIENTES CUANDO VAMOS A COMER CUALQUIER COSA AFUERA, DESDE UN DESAYUNO, BRUNCH, ALMUERZO, TE O CENA. Hacen lo que les parece o lo que les dijeron que sirve y en verdad no tienen historia propia; en sus casas no se cocinaba bien y abundante, no se recibía a menudo a gente que sabía comer. No se gastaba, no se salía y ni había, en muchos casos un papá y mamá que hacían comentarios al respecto. Luego todo es experiencia nueva y lo que dicen otros”.

El sabio remata

“Y sobre platos posibles, tal vez quieras ponerlo en la nota, me parece que puede servir de disparador para muchos, si querés agregá: lengua en escabeche y a la provenzal, albóndigas triples, carne de vaca, cerdo y espinaca con arvejas y habas, en salsa de cebollas; pollo, vacío/asado/cuadril, peceto, colita al horno con papas, batatas y cebollas, ajíes y tomates, risottos, arroz con pollo, gnochis de harina, de ricota y a la romana, con ragús de diez cosas, empanada gallega de masa de pan, tartas de atún, de brócoli o zapallitos, y cien platos más por el estilo. Basta de rúcula, aceto y maracuyá, como cosa deslumbrante. Deslumbrante es aquello”.

Coincidencias

Suelo preguntarle a los quejosos si en algún momento se les ocurrió hablar con la gente probadamente exitosa, como el querido Pedro Bello, dueño del Palacio de la Papa Frita desde la década del ’50; o bien hablar con Gustavo Cano, dueño del Dambleé; o si lo prefiere tirarle la lengua a Carlos López, el dueño de la Parrilla Checho, que viene navegando tormentas desde hace 36 años. Si paso por la calle Ángel Carranza al 2200 y veo un restaurante que antes de las 21 horas tiene los 75 lugares ocupados; y al salir, advierto que, siendo un miércoles, hay unas 25 personas esperando: ¿no se me ocurre presentarme a Gonzalo Pagés y preguntarle el secreto del éxito?

No, parece que es preferible cerrar antes que averiguar cómo se pueden hacer mejor las cosas. El criterio con que se maneja el restaurante no es el de una empresa. Nos manejamos con la caja. Si falta plata al final de mes, entonces salimos a cobrar descorche de vinos a precios exorbitantes. Se apodera de nosotros la desesperación por sumar extras como la panera o el cubierto, aunque ofrezcamos -cuando se ofrecen- mesas con individuales de papel, y el pan con cierta resistencia al mordisco, porque húmedo por llevar horas desde que fue hecho, somos incapaces de entibiarlo para hacerlo agradable al paladar.

Los clientes se van maldiciendo, y lo ponen en páginas de Facebook integradas por amantes de la comida. Entonces, salta algún cocinero conocido, con férrea solidaridad gremial y defiende: “un día malo lo tiene cualquiera”. La pena es que el “día malo” invariablemente lo paga el cliente. Nunca hay un descuento. Una atención. Una porción extra. O una invitación para venir otro día con un acompañante a cargo de la casa. No, se cobra a cara de perro haya o no buena atención; falten o no la mitad de los platos que figuran en el menú.

Malos mozos

Parece que nuestra ciudad ha sido invadida por malos mozos. TODOS se quejan de los malos mozos. Cuando pregunto si no se pudieron juntar 20 dueños de restaurantes y reunirse con Luis Barrionuevo para explicarle el monto de lucro cesante que tiene su sindicato, porque vacante que se genera, se trata de no volverla a cubrir. Llevarle ejemplos concretos de los juicios amañados, en los que la mayoría intuye que la mano de los abogados de su sindicato está por detrás, ciertamente no para hacerle justicia a sus afiliados.

Increíblemente sigue viva la costumbre de no enseñar demasiado al mozo o moza “porque apenas se capacita, se va a trabajar a otro lado”. ¿Nadie pregunta por qué se va a trabajar a otro lado? ¿No será que capacitado tiene derecho a ganar más, y el establecimiento de su aprendizaje le niega ese reconocimiento, estimulándolo a colocarse al día siguiente de dejarlo, en otro lugar donde sí le pagan por lo que ahora sabe? Prefieren trabajar con 4 inútiles, de bajo sueldo, que dan pésima atención, que dos capacitados bien pagos. ¿Es lógico pensar de esta forma?

Peores proveedores

Unos pocos y aislados propietarios se están juntando para hacer las compras en conjunto. La falta de espíritu asociativo, un mal nacional, está presente en el negocio de la restauración de manera recalcitrante. Viene nuestro Mauro Colagreco y dice que en su restaurante francés, con dos estrellas Michelin, cuenta con un huerto propio, como tantos otros buenos establecimientos de aquel país. Si uno propone algo así, creen que está loco.

Conclusión

Hay algo que Mario Sorsaburu se olvida con su experiencia de vida: no somos proclives a escuchar consejos. Por el contrario, el más mínimo comentario intentando ayudar, se responde con un latiguillo: “¿quién es este para venir a enseñarme a mí? Mirá si lo que a mí no se me ocurrió, se le va a ocurrir a éste”. Vos no me pediste, Mario, que cuente tu vida pasada en bodegones y en restaurantes de cinco tenedores, pero si querés, es un buen tema para una próxima nota. Ahora esperemos la respuesta de los sabiondos quebradizos y perdedores, que de eso sí que saben: descalifican la mano tendida con generosidad y sapiencia como la tuya. Por eso seguirán trabajando con el salón repleto de sillas vacías, hasta que deban cerrar. 

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
amaglione@lanacion.com.ar / @MaglioneSibaris

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