Por Joaquín Hidalgo
En cualquier live de Instagram, de los que se hacen muchos con enólogos, es fácil perderse en las reflexiones que los profesionales vuelcan sobre su trabajo y se pierde los conceptos para entender el vino. Es que, como en todos los órdenes de la vida, una práctica conlleva también una forma de hablar: pasa en el fútbol, en el arte y también en el vino.
Sobre todo en el vino. Porque es un producto relacional, donde hablar de él es parte central de su disfrute: así, más cerca se está del corazón productivo del vino, más específico es su lenguaje.
Con todo, en la última década su jerga incorporó giros nuevos de la mano de flamantes estilos que, desde ya, requieren técnicas diferentes. Así, lo que hasta hace diez años bastaba, hoy demanda un nuevo diccionario y conceptos para entender el vino.
Para todos aquellos consumidores que no quieran perderse en los live de Instagram con enólogos (entre los que recomendamos los de Paz Levinson y Premium Tasting), estos son los términos del momento que, dicho sea de paso, describen una forma de hacer y beber hoy. Aquí van entonces, los conceptos para entender el vino.
Conceptos para entender el vino
1) Levaduras nativas. Resulta que hay levaduras en todos los ámbitos del mundo. Incluso congeladas en los polos y en el estómago de las abejas, para poner hitos distantes. De modo que si el enólogo sólo muele la uva esas levaduras presentes en todo van a fermentarlas y convertirlas en vino. Son las levaduras nativas o indígenas, que han hecho el mismo trabajo desde siempre. El punto es que nativas se opone a seleccionadas, donde una cepa específica de levaduras elegida y agregada por el enólogo es la que lleva la voz cantante. Este concepto describe la aproximación más natural, en la que el vino resultante es menos repetible y por tanto “menos industrial”, con comillas, claro. Decir que se usan levaduras nativas es plantar bandera política en un terreno estilístico.
2) Foudres (se pronuncia con acento en la u: fúdres). Son los reemplazantes de las barricas de otro tiempo. Como foudres o toneles –la diferencia es el tamaño y la forma: los primeros son cilindros ovalados; los segundos, barriles grandes– se conocen a los recipientes de madera de 1500 a 5000 litros donde el vino es criado. La razón para su uso es estilística: a mayor volumen, la relación entre madera y vino cambia, de forma que el gusto de la madera se pierde o queda muy por detrás del sabor del vino. No era así hace una década, cuando vainilla y roble eran sinónimos de buenos vinos; hoy es más bien lo contrario.
3) Huevos de hormigón (y sus variantes). Los íconos de los estilos 90 y 2000 fueron los tanques de acero inoxidable. Con su brillo quirúrgico describían un estilo limpio que con el tiempo comenzó a ser criticado porque, al ser tan inerte, estandarizaba más que liberaba el gusto del vino. Luego le llegó el turno al hormigón armado sin recubrimientos, usado al desnudo. Otra bandera política en terreno de sabor, porque además de la inercia térmica del recipiente está su porosidad y capacidad para ceder calcio –si no está bien franqueado– que ciñe el paladar de los vinos. Que sea ovoide –de 1500 a 3000 litros– permite una recirculación interna natural, que a ojos de este nuevo paradigma se refleja en estilos más naturales e identitarios. Lo mismo pasa con las ánforas de greda, que además oxigenan el vino y terminan conservando su propia fauna de levaduras.
4) Racimo entero. Se dice “usamos racimo entero” o porcentajes de racimo entero. Es una técnica antiquísima que ahora vuelve a la luz de la mano de un nuevo estilo de vinos ceñidos, más cerrados que abiertos. El asunto es emplear el raquis –léase el esqueleto del racimo– además de la uva, ya que aporta ciertos taninos, levaduras que vienen ahí, junto con aromas herbales. Un vino 100% racimo entero es algo rústico; con un 30% ya se percibe en el paladar con una rugosidad deseada.
5) Vinos reductivos. Todas estas técnicas y conceptos definen un estilo de vino que los enólogos llaman reductivo. Otra vez es un efecto contestatario: los estilos de la década 90 y 2000 eran abiertos, oxidativos, con mucho trabajo de aire y oxígeno para “ablandar” el vino que partía de una uva más madura y con estructura tánica. El resultado era una fruta evidente, con evocación de mermelada y de textura aterciopelada. Los estilos reductivos tienden a evitar el oxígeno, lo que reafirma una fruta más detallada, con aromas más complejos y un paladar más rugoso que suave. En términos estéticos, está bien visto que sea así. Cada uno elige qué le gusta más.
6) Vinos de baja intervención. Otro concepto a la orden del día. En rigor es una declaración de principios algo imprecisa. Por naturaleza todos los vinos están intervenidos –de lo contrario serían todos vinagres– pero al hablar de baja intervención se refuerza la idea de un producto más natural que enológico, otra vez estableciendo la diferencia política con las décadas pasadas, donde el enólogo intervenía para definir un estilo. Hoy el credo es que se haga lo menos posible para que la naturaleza se exprese. En el fondo, es más difícil y requiere más conocimientos y técnicas precisas, pero se ajusta al nuevo ideario en boga.